Este relato está escrito para niños y niñas de segundo ciclo
de primaria, dada la complejidad de la situación que vive la protagonista, y
porque a esas edades ya son capaces de extraer de la lectura la moraleja, de
leer entre líneas y descubrir lo que yo pretendo transmitir con este cuento. El
mensaje que he camuflado en la historia consiste en ser feliz con lo mínimo
imprescindible, y demostrar que las cosas materiales no son importantes, lo que
realmente hay que valorar son los sentimientos, las personas, y los momentos
que nos hacen sonreír y ser felices.
En vez de basar mi historia en unos reyes, he decidido que
sean maestros chocolateros los personajes en torno a los cuales gira la
historia. He decidido hacer este cambio porque considero que la temática de los
reyes está ya muy trillada y utilizada y ya que a los niños por norma general les
encanta el chocolate, he decidido que los personajes principales posean una
fábrica de chocolate para captar así su interés y atención.
Además, en la historia real la joven acaba casándose con
otro príncipe. Para mí es otro típico tópico, y no me gusta ese final, por eso
he decidido que la joven se case con Joan, un artesano humilde y con un gran
corazón, que cuida y enseña a Sira la manera de vivir con lo mínimo
imprescindible y a ser autosuficiente.
Aquí os dejo mi historia:
Hace mucho, mucho tiempo, vivía una pareja de maestros chocolateros
en una gran casa en mitad de Suiza. Poseían una gran fortuna resultante del
gran negocio de los chocolates, que había pasado de generación en generación
desde hacía más de cien años.
En la fábrica de chocolates hacían todo tipo de recetas,
chocolate blanco, chocolate con leche, chocolate negro, chocolate con naranja,
con avellanas, con pasas… también vendían cacao en polvo y bombones, además de
otras exquisiteces que eran muy valoradas por la gente de la época. Tan bien
iba el negocio que desde Suiza la familia Canterbury exportaba chocolates al
resto del mundo.
Rosie y Arturo, que así se llamaba la pareja de chocolateros,
eran extremadamente felices, tenían todo lo que deseaban, una gran casa, una
gran empresa, muchos amigos y además eran las personas más bellas y atractivas
que se habían visto jamás… sólo les faltaba una cosa: tener descendencia.
La pareja decidió que debían tener pronto hijos para que
pudieran heredar el gran imperio de los chocolates Canterbury. Estuvieron
muchos meses intentando que la mujer se quedara embarazada, y para alegría de
todos, a finales de Diciembre, cuando el color blanco cubría las montañas y el
fuego de las chimeneas iluminaba cada rincón de la casa, nació Sira.
La mujer del chocolatero no acababa de recuperarse del
parto, tenia hemorragias y la fiebre no paraba de subir. Los médicos hicieron
todo lo posible por ayudarla pero al cabo de tres semanas falleció.
Antes de morir el chocolatero fue a ver a su mujer, y ésta
le pidió dos favores. El primero, que hablara a su hija de ella, que supiera
que la había deseado mucho, que había soñado con su cara, sus manitas, y sus
ojos durante todo el embarazo, y que la
habría querido como nunca nadie había querido a alguien. También le pidió que
le diera una cadenita que ella había preparado en la que había colgado una
medallita de la virgen, una rueca de hilar y su anillo de boda. Rosie le pidió
un segundo favor a su marido. Le pidió que volviera a casarse, con la condición
de que la mujer con la que se casara tenía que ser más guapa que ella.
El chocolatero se
sumió en una profunda depresión durante meses. Dejó desatendido el negocio
familiar y las cosas empezaron a empeorar. Gracias al apoyo de sus amigos y de
sus consejeros poco a poco comenzó a mejorar. Volvió a desempeñar sus funciones
de director en la fábrica, empezó a jugar con su niña, a involucrarse en su
educación, a participar en consejos y coloquios de las altas clases de la
época... Sus consejeros insistieron en que debía encontrar una mujer para tener
descendencia masculina que pudiera tomar el mando de la fábrica cuando el
muriera, ya que Sira era una mujer, y pensaban que las mujeres nunca estarían a
la altura de un hombre para desempeñar esa función.
El chocolatero mando a sus empleados y mensajeros buscar a la mujer más bella del mundo, aquella
que fuera más guapa que Rosie, su difunta mujer. Los empleados y mensajeros
buscaron durante meses pero no encontraron a nadie que fuera más guapa que ella.
Siguieron pasando los años, y una mañana Arturo estaba
paseando por los prados que rodeaban su casa, cuando se fijó en su hija que
estaba jugando con un potrillo recién nacido, y se dio cuenta de que ella era
la única mujer en el mundo más guapa que su mujer. La niña tenía una tez oscura
y un pelo negro como el azabache. El verde intenso de sus ojos cautivaban a
cualquiera y su delicada figura se movía con gran elegancia y naturalidad.
Entonces el chocolatero pensó en prometerse con ella y casarse cuando pasaran
un par de años ya que la niña era joven todavía.
Cuando Arturo le contó a su hija cuáles eran sus planes,
aprovechó para regalarle la cadena con la medallita de la virgen, la rueca de
hilar y el anillo de boda que su madre había dejado para ella.
Sira estaba totalmente convencida de que su padre se había
vuelto loco ¡Que persona en su sano juicio le pedía matrimonio a su propia
hija! Desde la muerte de su madre el maestro chocolatero había perdido la
cabeza.
Sira le pidió a su
padre una noche para pensar en el tema de la boda, y a la mañana siguiente,
para intentar conseguir un poco de tiempo, le dijo que como cualquier chica de
su edad le gustaría tener regalos de pedida. Ella le pidió a su padre un
vestido tan dorado como el sol, un vestido tan plateado como la luna y un
vestido tan brillante como las estrellas. La hija del chocolatero dijo que
cuando ella tuviera los tres vestidos accedería a casarse con él.
Arturo mandó a los mensajeros conseguir el oro más fino para
hacer el vestido tan dorado como el sol, la plata más blanca y brillante para
hilarla y hacer el vestido pateado como la luna y el platino más brillante y
maravilloso para hacer el vestido tan brillante como las estrellas. Al cabo del
año ya estaban listos los vestidos.
Sira al recibir los vestidos se agobió viendo cercana la
fecha de la boda, y le dijo a su padre que antes de casarse quería un regalo de
bodas. Quería un abrigo que tuviera un trocito de piel de cada animal que
existe en el mundo, un abrigo de todo tipo de pieles.
Al cabo del año ya estaba listo el abrigo, le cubría
completamente hasta los pies. No se le veían ni los ojos.
Cuando Sira se fue a su habitación y pensó que al día
siguiente su padre iba a anunciar la boda, decidió que se tenía que ir. Cogió
sus tres vestidos, la cadenita en recuerdo de su madre, se puso el abrigo de
toda clase de pieles, se recogió el pelo en una trenza, se ensució para no ser
reconocida y se fue al bosque.
Decidió andar por las noches y dormir por el día para evitar
ser encontrada por los trabajadores de su padre. Estaba segura de que Arturo
mandaría buscarla hasta el fin de los días, por lo que sabía que tenía que ser
más astuta que él para escapar lo más lejos posible. Estuvo andando durante
muchos días, hasta que encontró una estación de ferrocarril. Subió en uno de
los trenes y viajó durante cuatro noches sin parar hasta llegar a un valle
rodeado de montañas, donde el tren se detuvo.
Después de bajarse del tren estuvo andando durante horas.
Paró a darse un baño en el río que surcaba el valle y siguió caminando hasta
que de repente escuchó una preciosa melodía que procedía del interior de una
cabaña en mitad del bosque. Se acercó para escuchar y cuando tenía la oreja
pegada a la puerta el sonido cesó y la puerta se abrió de golpe, haciendo que
Sira cayera al suelo de bruces.
Cuando miró hacia arriba un chaval joven, de más o menos su
edad estaba mirándola con cara de asombro. La cabaña estaba llena de juguetes,
de todos los colores y de todos los tamaños, de cuero, de madera, de metal…
nunca había visto tantos juguetes juntos.
El joven le preguntó quién era ella, y Sira inventó su
historia, no quería que aquel chico la juzgara por su pasado y menos aún que la
animara a volver a casa. El joven dijo que podía quedarse con él en su cabaña
el tiempo que quisiera y que a cambio ella podía ayudarle a construir juguetes,
que era de lo que vivía aquel apuesto joven que había encontrado por
casualidad.
Estuvieron conviviendo durante meses, Sira comenzó a sentir
algo especial por Joan, el joven de la cabaña. Su vida desde que se fue de Suiza
había cambiado completamente, por primera vez se sentía libre, y sentía que era
capaz de todo. Joan le enseñó a cocinar, a tallar la madera, a manejar el cuero
para hacer juguetes y a coser. Sira estaba entusiasmada pues ella confeccionaba
su propia ropa y había descubierto que era realmente buena para la cocina. Joan
le enseñó a disfrutar de los pequeños detalles de la vida, descubrió con él que
no era necesario tener una gran habitación con una gran cama y unos sirvientes
que prepararan el baño cada noche, que
con un colchón de paja, una hoguera para calentar la comida y un río donde
bañarse se podía ser inmensamente feliz también.
Pasados varios meses una mañana Joan invitó a Sira a una
fiesta que se celebraba aquella tarde en el pueblo. Ella se puso muy nerviosa,
quería captar la atención de Joan para que se fijara en ella. Así que Sira se
fue al río, se bañó, se onduló el pelo, se maquilló, se colgó el collar que le
había regalado su madre del cuello y se puso su vestido tan dorado como el sol.
Al llegar a la plaza del pueblo donde todos los aldeanos y
aldeanas bailaban y cantaban, Sira buscó a Joan con la mirada. De repente
alguien acarició su hombro. Al darse la vuelta vio a Joan que la miraba
sonriente:
-Estás preciosa- dijo Joan – Nunca había visto a nadie
brillar como lo haces tú, y no lo digo solo por el vestido, ¿Me concedes este
baile?
Estuvieron bailando durante horas, cuando la música paró
Joan no dudó en besar a Sira. Todo el
mundo les miraba, Sira brillaba como una estrella reflejando los rayos del sol
en su vestido.
Al día siguiente Joan
le dijo a Sira que la quería, que ella le hacía muy feliz, que nunca había
conocido a alguien tan especial y que quería pasar el resto de su vida con
ella, pero que el precio de los materiales para hacer los juguetes era cada vez
mayor, no daba abasto con todos los pedidos que le habían hecho y además no
tenía dinero suficiente para cubrir los gastos de los dos, y que tenía que
pedirle que se marchara.
Sira le pidió que confiara en ella, y que le diera la oportunidad de devolverle
todo lo que él le había dado. Acto seguido Sira metió en una mochila los tres
vestidos que le había regalado su padre meses atrás y la cadena que había
heredado de su madre y se dirigió a la ciudad.
Allí cambió la medallita de la virgen por un caballo, la
medallita de oro de la rueca de hilar por una yegua, y el anillo de boda por un
carro de madera.
Con el carro tirado por la yegua y el caballo se acercó
hasta el castillo donde vivían los reyes de aquel país y se hizo pasar por una
modista Italiana, que venía a palacio para deleitar a la reina con sus nuevos
diseños.
La reina hizo pasar a Sira a sus aposentos, y le pidió que
le enseñara sus diseños. Sira sacó el
vestido tan plateado como la luna y el vestido tan brillante como las
estrellas. Se guardó para ella el vestido tan dorado como el sol, ya que con ese vestido había conquistado a Joan y siempre le traería buenos recuerdos. La reina perpleja al ver semejante belleza no dudó un instante en
quedárselos todos. Sira, poniendo en práctica todo lo que Joan le había
enseñado en la cabaña del bosque, estuvo arreglando los vestidos, metiendo
dobladillos, acortando el bajo, retocando el escote tal como había pedido la
reina.
Cuando terminó de coser la reina le pagó el dinero que
habían acordado y le entregó a Sira las escrituras de una casita a las orillas
del río, muy cerca de la cabaña donde vivía con Joan.
Al salir de palacio, Sira se acercó a la plaza de la ciudad
y ofreció trabajo y casa a un par de artesanos que andaban por allí. Estos, no
teniendo donde caer muertos aceptaron encantados y se subieron al carro tirado
por caballos que Sira había conseguido. De camino a la casita del río Sira pasó
por la cabaña para recoger a Joan.
Al llegar a la casita que le había regalado la reina Sira le
dijo: Esta es la casa donde viviremos y donde nuestros hijos serán tan felices
como lo hemos sido tú y yo; y éste es el dinero con el que pagaremos todo
aquello que necesitemos para que la fábrica de juguetes siga creciendo más y
más. Además traigo conmigo dos artesanos dispuestos a trabajar lo que haga
falta a cambio de comida y un sitio donde dormir.
Así con el tiempo la cabaña del bosque fue ampliada y
convertida en un gran taller de juguetes donde trabajaban y vivían los
artesanos que Sira rescató de la calle. Los juguetes de Joan se hicieron muy
famosos y cada vez era mayor el número de pedidos que recibían. Sira y Joan se
casaron y vivieron felices con sus hijos en la casita del río… y colorín
colorado, este cuento se ha acabado.
La adaptación está estupenda, pero veo que aún no has pillado el sentido de estas adaptaciones. En primer lugar, debes descartar la moraleja. Ya hemos dicho que las moralejas son explícitas y este cuento no tiene moraleja. Hay que hablar de enseñanzas y no son las enseñanzas que tú quieras transmitir, sino las que saquen los niños. Obviamente debe haber intenciones en tu adaptación, pero no puedes cambiar las que subyacen a la historia original (la que yo os conté) y, en este caso, se trata de luchar por nuestros sueños en cualquier contexto y en cualquier situación y hacerlo siempre valorándonos a nosotros mismos y confiando en nuestras posibilidades.
ResponderEliminarA mí me ha encantado, échale un ojo a lo que te a puesto Irune para que puedes tener un perfecto como esta historia se merece.
ResponderEliminarEs una historia muy tuya.